Este es el principio de un relato detecticoñesco. Si os gusta, pues sigo.
Aquella tarde la afluencia de visitas a mi oficina fue tan poco esperanzadora como la de todas las tardes. Pasaba las horas con la única compañía de las rollizas cucarachas y los crucigramas de las antiguas revistas del corazón que la señora del piso de enfrente iba tirando a la basura cuando, marchita su actualidad (la de ambas dos, mi vecina y las revistas), estaban a un paso de considerarse piezas de un estrambótico museo.
Me vi sorprendido por el timbre de mi puerta -que ni siquiera reconocí al instante por ser la primera vez que lo oía sonar en años- y más sorprendido aún al dilucidar la silueta femenina que se adivinaba tras el cristal esmerilado donde el incompleto rótulo rezaba: "M rtín Sorv lla, etective". Me dirigí a la entrada espantando con enérgicos jaleos a los insectos que me salían al paso y abrí la puerta. En el suelo, unos brillantes tacones negros servían de pedestal a unas piernas que jamás acertaría a esculpir la mano más diestra de ningún virtuoso escultor. Sobre ellas, con un vestido negro de finísimas rayas blancas que se combaban al ceñir unos pechos de asombroso volumen y firmeza, me miraba aquella mujer con expresión altiva.
-Que si es usted el señor Martín Sorvilla-dijo levantando la voz. Al parecer llevaba cierto tiempo hablándome sin que yo hubiera salido aún del trance.
Asentí con unos epilépticos movimientos de cabeza acompañados de inconcretos sonidos guturales.
-¿Le parece bien que pase dentro y que hablemos?
Logré recuperar la compostura y le ofrecí con un tímido movimiento de mano el polvoriento butacón que había enfrente de mi mesa y del que, con mal conseguido disimulo, retiré el acartonado cadáver de un gato que el tiempo había convertido en un populoso circo de hormigas.
-Perdone por el aspecto de la oficina, acabamos de trasladar la sede de la empresa -dije usando el plural, como siempre hago cuando quiero impresionar a los clientes. No debió funcionar mucho, a juzgar por la cínica mueca con la que mi excusa fue recibida por tan inaudita mujer.
-Bueno -dijo ella con indiferencia- al fin y al cabo no estoy aquí para juzgar sus gustos en materia de decoración, ni siquiera para multarle por delitos contra la salud pública. Me han hablado de su eficiencia y su discreción para resolver casos especialmente delicados -argumentó, y debo creer que me estaba intentando regalar el oído para tenerme un poco más a su merced, pues todos mis anteriores clientes residían ahora en la misma zona de la ciudad, concretamente el camposanto. De todas formas, aquella mujer no necesitaba recurrir a tales tácticas, ya que la sola contemplación de su voluptuosa anatomía conseguiría de mí un entusiasta enrolamiento para un viaje al infierno.
-Puede confiar en nuestra profesionalidad, señora...
-...señorita, señorita Savignon. Aunque puede llamarme Rita. Vayamos entonces al quid de la cuestión, si le parece. ¿Le importa que fume? - pregunto enarcando una finísima ceja morena que hacía un bello pero inusual contraste con su media melena rubia.
-Sí, claro, por supuesto - respondí extrañado por tanta cortesía, pues la cantidad de colillas ocres que se arracimaban en mi viejo cenicero de "Vermut Zinzano" valían por sí solas tanto de consentimiento como de prueba de lo poco remilgado que podría ser su propietario.
Abrió un pequeño bolso negro del que extrajo una pitillera plateada. Sacó un cigarro y, con distinguido gesto, lo puso entre aquellos jugosos labios pintados de color burdeos. Me apresuré a ofrecerle la llama de mi encendedor y contemplé embriagado como se acercaba a mi con los ojos entornados y las suaves mejillas contraídas por el gesto de la succión propio de la maniobra de ignición del cigarro. Tampoco pude apartar mis dilatadas pupilas de ella cuando se recostó en la butaca y dejó salir con gesto satisfecho una firme bocanada de humo.
-Vayamos al grano entonces – dijo haciendo que se desvaneciera aquella maravillosa escena que había estado flotando en mi mente de la misma manera que flotaba el humo entre su fría mirada y la expresión casi porcina que conferían mis ojos al querer emular el semblante de Humphrey Bogart.
1.2.05
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3 comentarios:
gracias! es muy al estilo de Eduardo Mendoza, no lo puedo negar. Creo que es un poco engorroso de leer ¿no?
Por cierto! el sombrero que lleva Humphrey "se lo robé" a Juanito Valderrama
Fascinante. Estaba aburrido y buscando no me acuerdo el qué cosa y he acabado por azar leyendo este relato. ¿Cuándo continua esto?
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