Desde el rellano a oscuras, la llave en la cerradura gira, dejando tres crujidos que se perciben rebotar en las paredes, al otro lado de la puerta.
Un chirrido, luz difusa, polvo.
Olor a cerrado.
Muebles tapados con sábanas blancas.
La maravillosa ocupación de levantar sábanas blancas y reencontrar el mobiliario: el sillón de leer, el taburete del desayuno, la vieja radio, la escoba, el ropero,...
Todos recuerdan aún como ejercer de ellos mismos y saludan a su manera tras el desconcierto inicial de la sorpresa del sobresalto de la sábana levantada.
Tras los muebles, las persianas. Chorros de luz inundando la casa, la penumbra huyendo fastidiada -pero una velocidad asombrosa.
Las cosas entonces recuerdan que tenían color y lo enseñan orgullosas. Se recompone la escena, y el tiempo se vuelve perezoso, se hace un ovillo como serpiente que acaba de comer, y por un momento el antes roza, viscoso, con el ahora.
Dejarse caer en el sillón con un blof, y encontrarse de nuevo.
Mirarse las manos y quitarse los guantes.
Mirarse de verdad las manos.