Cuando al fin me decidí y busqué la traducción de aquella canción, me di cuenta de que la versión que yo había imaginado era muchísimo mejor.
Algunas palabras sueltas que parecían-querer-decir, mezcladas con el sabor de la música, habían trabado, escucha tras escucha, una historia mucho más compleja, o puede que sólo una versión mucho más afín-a-mi, cosa, por otro lado, bastante lógica al fin y al cabo.
Y la costumbre construye torres difíciles de derribar y, de ahí en adelante, siempre me ha parecido raro, incluso irritante, recorrer otra vez ese pasaje de la canción y no poder creerme que, en realidad, lo que dice la letra es eso.
Hubiera querido no haberla traducido nunca, y, de hecho, me planteo no volver a romper el misterio de una canción en lengua no conocida.
Mejor, me plantearé ser muy cauto a la hora de romper misterios. No es bueno ir rompiendo cosas por ahí -eso lo aprendimos bien de pequeños- y mucho menos si de un misterio se trata.
Sí, apuntaré las letras de las canciones en la lista de secretos para no descubrir. Allí le recibirán las vidas reales de los mitos, las motivaciones ocultas, los trucos de magia.
Con esta firme convicción en la sana ignorancia selectiva, me dispongo a no vivir escondido entre las bambalinas para encontrar el lugar donde el ilusionista guarda las palomas.
Mejor será sentarse entre el público a gozar de la ilusión.